 
El primer día de este año [2004], la libertad cumplió dos siglos de vida en el  mundo. Nadie se enteró, o casi nadie. Pocos días después, el país del  cumpleaños, Haití, pasó a ocupar algún espacio en los medios de comunicación;  pero no por el aniversario de la libertad universal, sino porque se desató allí  un baño de sangre que acabó volteando al presidente Aristide.
Haití fue el  primer país donde se abolió la esclavitud. Sin embargo, las enciclopedias más  difundidas y casi todos los textos de educación atribuyen a Inglaterra ese  histórico honor. Es verdad que un buen día cambió de opinión el imperio que  había sido campeón mundial del tráfico negrero; pero la abolición británica  ocurrió en 1807, tres años después de la revolución haitiana, y resultó tan poco  convincente que en 1832 Inglaterra tuvo que volver a prohibir la  esclavitud.
Nada tiene de nuevo el ninguneo de Haití. Desde hace dos siglos,  sufre desprecio y castigo. Thomas Jefferson, prócer de la libertad y propietario  de esclavos, advertía que de Haití provenía el mal ejemplo; y decía que había  que “confinar la peste en esa isla”. Su país lo escuchó. Los Estados Unidos  demoraron sesenta años en otorgar reconocimiento diplomático a la más libre de  las naciones. Mientras tanto, en Brasil, se llamaba haitianismo al desorden y a  la violencia. Los dueños de los brazos negros se salvaron del haitianismo hasta  1888. Ese año, el Brasil abolió la esclavitud. Fue el último país en el  mundo.
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Haití ha vuelto a ser un país invisible, hasta la próxima  carnicería. Mientras estuvo en las pantallas y en las páginas, a principios de  este año, los medios trasmitieron confusión y violencia y confirmaron que los  haitianos han nacido para hacer bien el mal y para hacer mal el bien.
Desde  la revolución para acá, Haití sólo ha sido capaz de ofrecer tragedias. Era una  colonia próspera y feliz y ahora es la nación más pobre del hemisferio  occidental. Las revoluciones, concluyeron algunos especialistas, conducen al  abismo. Y algunos dijeron, y otros sugirieron, que la tendencia haitiana al  fratricidio proviene de la salvaje herencia que viene del Africa. El mandato de  los ancestros. La maldición negra, que empuja al crimen y al caos.
De la  maldición blanca, no se habló.
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La Revolución Francesa había  eliminado la esclavitud, pero Napoleón la había resucitado:
–¿Cuál ha sido  el régimen más próspero para las colonias?
–El anterior.
–Pues, que se  restablezca.
Y, para reimplantar la esclavitud en Haití, envió más de  cincuenta naves llenas de soldados.
Los negros alzados vencieron a Francia y  conquistaron la independencia nacional y la liberación de los esclavos. En 1804,  heredaron una tierra arrasada por las devastadoras plantaciones de caña de  azúcar y un país quemado por la guerra feroz. Y heredaron “la deuda francesa”.  Francia cobró cara la humillación infligida a Napoleón Bonaparte. A poco de  nacer, Haití tuvo que comprometerse a pagar una indemnización gigantesca, por el  daño que había hecho liberándose. Esa expiación del pecado de la libertad le  costó 150 millones de francos oro. El nuevo país nació estrangulado por esa soga  atada al pescuezo: una fortuna que actualmente equivaldría a 21,700 millones de  dólares o a 44 presupuestos totales del Haití de nuestros días. Mucho más de un  siglo llevó el pago de la deuda, que los intereses de usura iban multiplicando.  En 1938 se cumplió, por fin, la redención final. Para entonces, ya Haití  pertenecía a los bancos de los Estados Unidos.
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A cambio de ese  dineral, Francia reconoció oficialmente a la nueva nación. Ningún otro país la  reconoció. Haití había nacido condenada a la soledad.
Tampoco Simón Bolívar  la reconoció, aunque le debía todo. Barcos, armas y soldados le había dado Haití  en 1816, cuando Bolívar llegó a la isla, derrotado, y pidió amparo y ayuda. Todo  le dio Haití, con la sola condición de que liberara a los esclavos, una idea que  hasta entonces no se le había ocurrido. Después, el prócer triunfó en su guerra  de independencia y expresó su gratitud enviando a Port-au-Prince una espada de  regalo. De reconocimiento, ni hablar.
En realidad, las colonias españolas  que habían pasado a ser países independientes seguían teniendo esclavos, aunque  algunas tuvieran, además, leyes que lo prohibían. Bolívar dictó la suya en 1821,  pero la realidad no se dio por enterada. Treinta años después, en 1851, Colombia  abolió la esclavitud; y Venezuela en 1854.
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En 1915, los marines  desembarcaron en Haití. Se quedaron diecinueve años. Lo primero que hicieron fue  ocupar la aduana y la oficina de recaudación de impuestos. El ejército de  ocupación retuvo el salario del presidente haitiano hasta que se resignó a  firmar la liquidación del Banco de la Nación, que se convirtió en sucursal del  Citibank de Nueva York. El presidente y todos los demás negros tenían la entrada  prohibida en los hoteles, restoranes y clubes exclusivos del poder extranjero.  Los ocupantes no se atrevieron a restablecer la esclavitud, pero impusieron el  trabajo forzado para las obras públicas. Y mataron mucho. No fue fácil apagar  los fuegos de la resistencia. El jefe guerrillero, Charlemagne Péralte, clavado  en cruz contra una puerta, fue exhibido, para escarmiento, en la plaza  pública.
La misión civilizadora concluyó en 1934. Los ocupantes se retiraron  dejando en su lugar una Guardia Nacional, fabricada por ellos, para exterminar  cualquier posible asomo de democracia. Lo mismo hicieron en Nicaragua y en la  República Dominicana. Algún tiempo después, Duvalier fue el equivalente haitiano  de Somoza y de Trujillo.
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Y así, de dictadura en dictadura, de  promesa en traición, se fueron sumando las desventuras y los años.
Aristide,  el cura rebelde, llegó a la presidencia en 1991. Duró pocos meses. El gobierno  de los Estados Unidos ayudó a derribarlo, se lo llevó, lo sometió a tratamiento  y una vez reciclado lo devolvió, en brazos de los marines, a la presidencia. Y  otra vez ayudó a derribarlo, en este año 2004, y otra vez hubo matanza. Y otra  vez volvieron los marines, que siempre regresan, como la gripe.
Pero los  expertos internacionales son mucho más devastadores que las tropas invasoras.  País sumiso a las órdenes del Banco Mundial y del Fondo Monetario, Haití había  obedecido sus instrucciones sin chistar. Le pagaron negándole el pan y la sal.  Le congelaron los créditos, a pesar de que había desmantelado el Estado y había  liquidado todos los aranceles y subsidios que protegían la producción nacional.  Los campesinos cultivadores de arroz, que eran la mayoría, se convirtieron en  mendigos o balseros. Muchos han ido y siguen yendo a parar a las profundidades  del mar Caribe, pero esos náufragos no son cubanos y raras veces aparecen en los  diarios.
Ahora Haití importa todo su arroz desde los Estados Unidos, donde  los expertos internacionales, que son gente bastante distraída, se han olvidado  de prohibir los aranceles y subsidios que protegen la producción  nacional.
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En la frontera donde termina la República Dominicana y  empieza Haití, hay un gran cartel que advierte: El mal paso.
Al otro lado,  está el infierno negro. Sangre y hambre, miseria, pestes.
En ese infierno  tan temido, todos son escultores. Los haitianos tienen la costumbre de recoger  latas y fierros viejos y con antigua maestría, recortando y martillando, sus  manos crean maravillas que se ofrecen en los mercados populares.
Haití es un  país arrojado al basural, por eterno castigo de su dignidad. Allí yace, como si  fuera chatarra. Espera las manos de su gente.
Eduardo Galeano 
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