Sí, Obama es mejor que Bush
La noticia de que el presidente del Reino español —y, pro tempore, de la Unión Europea—, José Luis Rodríguez Zapatero, viajó inútilmente a Washington para lograr que el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama —más concentrado ahora en problemas internos de su país—, asistiese a la próxima Cumbre trasatlántica, habrá bajado de su nube a unos cuantos. El hecho reavivó en mi memoria un mensaje telefónico que en la noche española siguiente a la elección de Obama me llegó desde Madrid a Oviedo cuando, en respuesta a una invitación solidaria, charlaba allí con un nutrido auditorio a propósito del entonces inminente aniversario 50 del triunfo de la Revolución Cubana. “¡Felicidades, ahora sí que entre Zapatero y Obama salvarán a Cuba!”, decía el eufórico mensaje.
Sí, es mejor que Bush, pero no precisamente para los pueblos del mundo, sino para el imperio, que con la imagen “encantadora” del nuevo presidente puede aspirar a durar más que presidido por alguien tan burdo como el anterior. En esa medida, Obama es también más peligroso. Está por ver que, para tomar otro camino, esté dispuesto a encarar peligros que incluirían la posibilidad de ser asesinado, como —sin tampoco haber sido el representante de una Internacional Solidaria— le ocurrió a John F. Kennedy, a quien de diversas maneras Obama ha señalado como su modelo. En lo tocante a Cuba el presidente asesinado en Dallas no parece haber ido más allá de considerar la posibilidad de dar algún paso hacia la normalización en las relaciones entre ambos países. ¿Lo intentará de veras Obama? Habrá que volver sobre estos temas.
Luis Toledo Sande (CUBARTE) 08-03-2010
A la persona amiga que me lo envió será innecesario recordarle que la Revolución Cubana se ha mantenido en pie a pesar del poderoso enemigo que la ha asedia desde el exterior, y que la fuerza determinante para seguir viva, y perfeccionarse como necesita, ha de tenerla en sí misma, sin ignorar el peso del enemigo, ni el valor de la solidaridad internacional. Considerar necesario tal recordatorio sería suponer que muy poco sabe de esta Revolución alguien que le ha expresado la entusiasta solidaridad que ha tenido a su alcance.
Lo más seguro es que el citado mensaje naciera, por un lado al menos, de un doble deseo, armónico en teoría: que el nuevo mandatario estadounidense no siguiera con respecto a Cuba la política, de medio siglo ya, que George W. Bush arreció, y que el español hallara mayores facilidades para seguir tratando de revertir la herencia que, complaciendo a Bush con respecto al país antillano, el impresentable José María Aznar le dejó no solamente a España, sino también a la Unión Europea en su conjunto, atada todavía hoy a una “posición común” que subraya su subordinación a los Estados Unidos. Si se quiere merecer respeto, no es aconsejable ser confundible con Bush ni con Aznar, ni con otros que serían casos para siquiatras si por su condición criminal no lo fueran, sobre todo, para los tribunales internacionales honrados que el mundo necesita: no manejados por la OTAN ni por organizaciones apéndices de ese tratado militar, aunque sean calificadas de neutrales.
Por otro lado, el mensaje habrá nacido también de los espejismos propalados en torno a Obama y que hubo quienes se tragaran —y hay quienes se traguen— como ruedas de molino diseñadas para facilitar su deglución. No hay por qué dudar que muchas personas honradas habrán cifrado sus justas esperanzas en que Obama no fuera igual ni —mucho menos— peor que Bush, quien tanto aprovechó la tragedia de las Torres Gemelas, al precio de incontables muertos en el mundo, soldados estadounidenses unos pocos de ellos. En torno a la tragedia de las Torres hay oscuridades que no se han disipado, y acaso nunca se disipen completamente. Seguro es que la capitalizó para sus fines el guerrerista imperio hegemónico y buscador de ganancias que capitalizó sucesos como los del Maine en 1898 y los de Pearl Harbor en 1941, y ha capitalizado y capitalizará otros.
En no pocos casos los mencionados espejismos se unieron a la actitud oportunista de quienes se declaran demócratas, y hasta socialistas, mientras complacen al imperio que les asegura privilegios en peligro ante ímpetus justicieros que pudieran parecer ajenos a la lucha de clases, la que algunos dan por finalizada, sobre todo en el seno de los países que forman la minoría capitalista dominante: siete, ocho o cuantos sean. Lo más rotundo del afán emancipador opera actualmente en una avanzada de pueblos que ha hecho de buena parte de nuestra América un escenario impensable cuando la debacle del socialismo llamado “real” propició que algunos decretaran llegada la hora final de la Revolución Cubana, que consideraban definitivamente aislada. Contra los designios del imperio y sus servidores, esta Revolución va camino de celebrar los primeros cincuenta y dos años de su triunfo, veintidós más que los cumplidos en 1889, y no está tan sola.
Ya en otro texto de esta columna cité palabras dichas por un académico español, calificado de socialista, en uno de los programas que llenaron la televisión de su país en la víspera del triunfo electoral de Obama. Luego de compadecer a Obama por el país que recibiría de Bush, y de expresar confianza en el primero al augurarle la victoria, el catedrático dijo que le complacía “proclamar, desde la izquierda, la importancia de que los Estados Unidos recuperasen su liderazgo mundial”, perdido por los excesos bushistas.
Ese liderazgo —OTAN y supuesta lucha antiterrorista mediante— ¿actuaría contra un campo socialista que no existe, o contra los pueblos enfrascados en conquistar o mantener su independencia y su dignidad? Contra ellos, de hecho, los Estados Unidos —antes de Obama y ahora con él a la cabeza— han prohijado a presidentes que le sirven, como el actual de Panamá; han apoyado golpes de Estado, como el de Honduras —anuncio del regreso de los gorilas (¿y de cruentas dictaduras con sello militar o apariencia civil?)—; han convertido a Colombia en semillero de bases militares; han apoyado al genocida gobierno de Israel y desconocido los derechos de Palestina; han manipulado el tema nuclear cuando son ellos la única nación que ha usado la bomba atómica, y ellos y varios aliados suyos están entre los principales poseedores de armas nucleares; han promovido y capitalizado conflictos en Pakistán y en torno a ese país; han azuzado conflictos entre civilizaciones; han desatado guerras “antiterroristas” como las de Iraq y Afganistán, que mantienen. Ni con mucho estas canalladas completan un expediente criminal que incluye incontables páginas ocultas y que sigue creciendo con Obama, cuya verdadera condición tales hechos definen.
Por supuesto, a las ilusiones en torno a Obama dio pábulo el desempeño de Bush, valorado como el peor presidente en la historia de su país. Y aunque allí —hasta por el parentesco de esos rótulos— nada se parezca más a un republicano que un demócrata, al Partido Demócrata, el de Obama, lo benefició el descalabro del belicismo en que se había embarcado el Republicano. También lo había hecho, y lo hace, el Demócrata —un dicho reza que los demócratas desencadenan las guerras que los republicanos planean—, pero el republicano Bush protagonizó el desplante de anunciar al mundo el triunfo de sus tropas en Iraq cuando más se atascaban ellas en la ingobernabilidad de un país invadido por fuerzas extranjeras, aunque estas sean las de la mayor potencia imperialista.
Tampoco se debe menospreciar el influjo de la condición étnica de Obama, mestizo de madre de la llamada “raza blanca” y padre de la llamada “raza negra” y con ancestros musulmanes. Pero magnificar ese peso equivaldría a olvidar que los factores determinantes son los de índole económica y social, clasista, para decirlo con una palabra que hoy se silencia como si no existiera la realidad que ella designa. Obama llegó a la presidencia cuando ya el imperio había experimentado suficientemente lo que un hombre “negro” y, todavía más, una mujer “negra” podían hacer como Secretarios de Estado, quizás la posición más cercana a la de presidente en una nación que ha basado su poderío en el saqueo y el sometimiento de otros pueblos.
El desempeño de Collin Powell y Condoleezza Rice confirmó que un sistema sociopolítico incluye y hasta puede manipular el elemento étnico o “racial”, pero que en última instancia —los conceptos marxistas conservan su valor, y no se debe responsabilizar por su mal uso a quienes los crearon o acuñaron—, lo socioeconómico determina sobre los demás factores, por muy importantes que estos sean. Obama quiso y llegó a ser lo que es: presidente del país imperialista más poderoso y agresivo que haya habido jamás, no el líder de una Alianza Filantrópica ni, mucho menos, de una Internacional Justiciera. No cabe desconocer esa realidad, aunque en el inicio de su ofensiva mundial, recién electo inquilino de la Casa Blanca, llamara a fundar un capitalismo “prudente e igualitario”, algo irrealizable por la naturaleza de ese sistema.
Lleva ya más de un año como presidente, y no pocas de sus promesas —supongámoslas sinceras, no engañifas de fines electoreros—, como facilitar la atención médica a sus conciudadanos más necesitados y cerrar inmediatamente la monstruosa cárcel de la Base Naval de Guantánamo —territorio cubano ocupado por los Estados Unidos—, se han estancado o se han venido abajo ante los intereses imperantes. Pero aún su imagen siguen beneficiándola, entre otros hechos, la intensa propaganda desplegada en su favor, la herencia de la debacle representada por Bush, el embeleso de algunos y algunas —que prefieren no complicarse la vida buscando las raíces y la médula de la realidad— y el Premio Nobel de la Paz, que se desprestigia con él y le servirá para seguir dando vida a una política belicista igual o similar a la promovida por Bush, o más peligrosa. ¿Cuántas otras guerras, más o menos anunciadas ya, o aún sin anunciarse, desatará el “pacifista” Obama?
Aunque ya debilitada por la inercia y por sus propios actos, la campaña mediática en su favor sigue creando ilusiones. En su campaña electoral anunció disposición a dialogar con Cuba, pero no lo ha propiciado con hechos ni ha ido más allá de dar tímidos pasos para eliminar extremos puntuales que Bush añadió en su escalada de hostilidad contra ella, y que eran contraproducentes para los propios Estados Unidos. Tales pasos no han tocado el bloqueo que el país caribeño sufre, ni las regulaciones que lo han reforzado, como la denominada Ley Helms-Burton; pero también surtieron efecto publicitario: algunos los tomaron como prueba de que había llegado el momento de que el país bloqueado y agredido tuviera gestos complacientes hacia la potencia agresora.
Las fantasmagorías calaron hondo. Incluso hubo personas de “dura izquierda” que echaran mano a reflexiones de un antimperialista insignia, Fidel Castro, para explicar las esperanzas que ellos ilusamente cifraban en Obama, y aun la creencia de que este aplicaría medidas que el pueblo cubano merecería de veras para revertir los efectos del bloqueo. En las vísperas del ascenso de Obama a la presidencia de los Estados Unidos, y en los inicios de ese ascenso, Fidel le dirigió llamamientos invitándolo a que hiciera cambios y, dejándole abierto el camino para ello, a tomar con respecto a los derechos de los pueblos, incluido el estadounidense, un camino más racional y lúcido que el seguido por sus predecesores. Pero esos desafíos —otra cosa no eran— fueron leídos por algunos ilusos como señales de que el zahorí revolucionario confiaba en Obama.
Claro que tener esperanzas habla bien de quienes las tienen, a menudo más que de quienes pueden ser beneficiados en imagen por ellas. Un refrán —sabio, como suelen ser los refranes— sentencia que la esperanza es lo último que se pierde, pero otro asegura que quien vive de ilusiones muere de desengaños. Aun si sus ilusiones nacían del plausible deseo de que finalmente el imperio acepte el derecho de Cuba a vivir sin presiones foráneas y a desarrollar plenamente las potencialidades que en gran parte esas presiones le han impedido consumar, los ilusos debieron haberse fijado de manera particularmente atenta en la reflexión donde Fidel, luego de recordar que había conocido —aunque fuera en la distancia, pero a fondo— a los anteriores presidentes de los Estados Unidos desde el triunfo de la Revolución Cubana, añadió que al actual, a Obama, lo estaba observando.
Al cabo de más de un año se confirma lo que en esencia era de esperar: Obama es, ni más ni menos, otro presidente de la nación cabecilla del imperio más vasto, poderoso y agresivo que haya habido, y obedece a los intereses dominantes en esa nación. Claro que no era imposible pero sí difícil que resultara peor que Bush. Al propio imperio no le convenía ni que lo pareciese. Por el contrario: al menos para llegar a la presidencia y empezar a ejercerla, Obama debía diferenciarse de Bush y conseguir que se le calificara de mejor.
Luis Toledo Sande (CUBARTE) 08-03-2010
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